Artículo publicado en el blog Alterconsumismo/El País el 28 enero 2014
Cuando hablamos de la contribución del Comercio Justo en la lucha contra la desigualdad solemos destacar cuestiones como el precio que los trabajadores reciben por su producción, superior al del mercado convencional y que les permite cubrir los costes. O mencionamos las técnicas ecológicas que protegen su entorno natural. También recordamos que no hay explotación laboral infantil, o explicamos los proyectos de educación, salud o de infraestructuras que las organizaciones han podido llevar a cabo con los beneficios extra de las ventas. Efectivamente todos estos aspectos, que constituyen los principios básicos del Comercio Justo, crean desarrollo y mejoran la calidad de vida de las personas.
Pero además de estos beneficios, el Comercio Justo genera otros impactos positivos que no suelen ponerse de manifiesto, quizá porque son menos visibles, menos cuantificables o requieren una mayor explicación. Sin embargo, a menudo son estos otros aspectos los más importantes para los campesinos y artesanos.
En muchas ocasiones, al preguntarles qué es lo que les aporta el Comercio Justo, lo primero que responden es que sienten que su trabajo es valorado y reconocido. Con estas palabras lo expresaba la ecuatoriana Rosa Guamán, mujer indígena representante de la organización Jambi Kiwa: “con el Comercio Justo se hace visible el trabajo de los productores y, por tanto, se eleva su autoestima.” El también ecuatoriano Luis Hinojosa, miembro del grupo social FEPP, comentaba: “lo más importante no es tanto la comercialización como la recuperación de la dignidad de las personas.” Esta mejora de la propia percepción o “empoderamiento” a partir del trabajo –que en nuestra sociedad puede no significar más que una autosatisfacción personal– para muchos pueblos que han vivido bajo el sometimiento de un patrón durante siglos y que sienten, como pueblo, la marginación de sus propios compatriotas, no es algo menor. En muchos casos, la elevación de su autoestima y el ser consciente de su dignidad supone un paso muy importante para su desarrollo como persona y el de su comunidad.
De alguna manera, y como me explicaba Rosa Guamán, el cambio de mentalidad es, en muchos casos, una palanca fundamental para salir adelante. “El Comercio Justo –afirmaba– es nuestra forma de salir de la pobreza. Nosotros entendemos que la pobreza no es sólo económica, es también de mentalidad. Por eso hay que cambiar de actitud y no esperar las dádivas de nadie”. De la pobreza mental también me habló la hondureña Nancy Hernández, de la cooperativa cafetalera COMUCAP, quien decía: “el Comercio Justo lo que consigue es que la gente y, concretamente, las mujeres estén involucradas. Si hay “pobreza mental”, esa persona no va a querer hacer cosas provechosas en su comunidad”.
Desde un punto de vista similar, y relacionado con la participación ciudadana, otras organizaciones señalan la recuperación de los valores democráticos como uno de los procesos beneficiosos que ha iniciado el Comercio Justo. Por ejemplo, una campesina de Uganda, tras participar en una votación de su cooperativa para elegir a qué proyecto se destinaban los beneficios que habían obtenido, comentaba que era la primera vez que le preguntaban su opinión, incluida la decisión sobre su matrimonio. O desde Paraguay, Ada Zarate, de la cooperativa azucarera Manduvirá explicaba: “ahora los campesinos plantean sus problemáticas y negocian. Es algo muy importante tras años de dictadura y sumisión por parte de los agricultores, acostumbrados a la idea de “me pagan lo que el dueño dice”. Este cambio se ve claramente en las asambleas de la cooperativa.”
Es indudable que todos estos cambios, cuyos protagonistas explican desde la vivencia en primera persona, significan desarrollo y progreso aunque no se puedan medir con datos y no sean apreciables en un primer vistazo. Ya lo decía un cuento tradicional africano: “lo más bello no es lo que ven nuestros ojos”.