Un comercio más justo para una economía al servicio de las personas
por Arcadi Oliveres, economista, profesor de Economía Aplicada en la UAB y presidente de Justícia i Pau
Durante las últimas décadas, con la excepción puntual de los últimos años debido a la crisis económica mundial, hemos asistido a la consolidación de cuatro factores que han tenido como principal resultado el de un notable incremento de las cifras del comercio internacional. El primero de estos factores es el acelerado descenso de las tarifas y barreras arancelarias de índole comercial fruto de las sucesivas rondas negociadoras llevadas a cabo en el seno de organismos multilaterales como el GATT (Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio) posteriormente convertido en la actual OMC (Organización Mundial del Comercio) y a través de la proliferación de acuerdos comerciales bilaterales, como los Acuerdos de Libre Comercio (TLC) de Estados Unidos o los Acuerdos de Asociación Económica (EPA) que actualmente negociala Unión Europeacon los países del Sur.
El segundo factor nos remite a la fuerza y poder cada vez mayores que ostentan las empresas transnacionales que “transitan” con elevada libertad y mayor impunidad por los distintos rincones del planeta, ubicando en ellos distintas fases de sus procesos de producción y distribución en función de la idoneidad que las condiciones locales supongan para sus márgenes de beneficio. En tercer lugar, la creciente diferenciación y multiplicación de productos fruto de una economía cada vez más globalizada, donde la oferta creciente termina modificando las características de la demanda y las pautas de consumo de la población, impulsando a las y los consumidores a adquirir continuamente mercancías específicas en lugar de genéricas, aunque procedan del otro extremo del globo y hayan sido producidas bajo criterios sociales y medioambientales deplorables.
En fin, el cuarto elemento que explica el aumento del tránsito y facturación de mercancías y servicios al que asistimos desde hace décadas son las “acciones comercializables” ejercidas sobre algunos bienes, como el agua, los residuos, las emisiones de CO² o las tierras de cultivo, ubicados en países alejados del centro de la economía capitalista pero que progresivamente van incorporándose al tráfico mercantil internacional. Un sistema comercial internacional que se retroalimenta y consolida precisamente incorporando nuevos territorios y nuevas esferas de la vida y de la actividad económica a su lógica mercantil.
Cada uno de estos cuatro factores lleva aparejado un conjunto de transacciones que redundarán en beneficio o en perjuicio de los países del Sur en función de las condiciones en las que se hayan producido estos bienes y servicios, y según cómo sean intercambiados y valorados en el mercado internacional. Hoy por hoy resulta evidente que tanto los precios aplicados en las compraventas Norte-Sur (cada vez más discriminatorios para ellos) como las políticas comerciales librecambistas y proteccionistas practicadas y combinadas arbitrariamente en función de los intereses de los más poderosos, empobrecen progresivamente a una buena parte de las economías de los países en desarrollo.
Frente a este injusto sistema comercial, algunas iniciativas de re-equilibrio promovidas en primera instancia porla UNCTADy posteriormente por las sucesivas convenciones entrela UniónEuropeay los países ACP (antiguas colonias europeas de África, el Caribe y el Pacífico) han quedado finalmente descartadas. Los motivos argumentados van desde escudarse en las clausulas llamadas de no-discriminación dela OMChasta el recurrente espejismo del supuesto libre-comercio, que en realidad no es y nunca ha sido un comercio de competencia perfecta sino uno plagado de oligopolios. El resultado es bien conocido y actual: el comercio injusto y sus injustas normas son hoy la norma y la realidad imperante.
Y el futuro, al menos a corto y medio plazo, no invita precisamente a esperar cambios sustanciales:la OMCy las principales potencias comerciales ya han dejado claro que no piensan detener en las mercancías su proyecto liberalizador, sino que buscan extenderlo a otros sectores. Los servicios y las inversiones están ya en la agenda de negociaciones, con el consiguiente triunfo que esto supondría para las grandes empresas transnacionales frente a las medianas y pequeñas de ámbito local, y la progresiva reducción de derechos sociales en aras de equiparaciones laborales a la baja que este proceso acarrearía.
A tenor de estas constataciones, que no son pesimistas sino realistas, es cuando toman todo su sentido las propuestas del Comercio Justo, cuya consolidación creciente en España es verificable en el informe que ahora se presenta. Dichas propuestas son beneficiosas en un doble sentido. En primer lugar porque permiten la implicación individual y colectiva de muchas personas que, a través del Comercio Justo, pueden optar por una práctica de compra y consumo desvinculada de publicidades engañosas, de necesidades falaces y de empresas con comportamientos comerciales, sociales, medioambientales y financieros dudosos. Y en segundo lugar porque el Comercio Justo constituye una puerta de entrada y enganche con otras prácticas como el consumo responsable, las finanzas éticas, las estructuras cooperativas de la economía social y solidaria, las exigencias del decrecimiento o la objeción fiscal en determinados casos. Distintos elementos y experiencias complementarias que deben encaminarnos hacia una nueva economía alejada del crecimiento desbocado en los países del Norte, reductora de diferencias entre ricos y pobres, y que debería perseguir la paulatina desaparición de los objetivos del lucro, él beneficio y el interés. Una economía que, en su propia definición, tan desvirtuada en la actualidad, se sitúe al servicio de las personas.